Durante muchos años esta especie de chistosa expresión en forma de “consejillo” genérico, era muy conocida para dar a entender que teniendo hijas casaderas, el método más acertado para que fueran desposadas pronto y bien, era exclusivamente “moverlas”.
Era referido este asunto en tiempos pasados, atendiendo a la “habilidad”, muy a tener en cuenta, de Doña María Manuela Kirkpatrick, hija de un comerciante de vinos escocés, que había llegado a España huido, y casada con un aristócrata español, Don Cipriano Palafox y Portocarrero, con varios títulos nobiliarios, a los que, por muerte de su hermano mayor, unió el de Conde de Montijo. Matrimonio de personajes de muy diferentes personalidades y condición, pero padres de una de las protagonistas de nuestra historia casi moderna: Eugenia de Montijo. Conocida siempre por ser: – Más que Reina- … ¡ Emperatriz !
Efectivamente, lo fue. Casada con aquel granuja llamado Carlos Luis Napoleón III, que hoy sabemos por los estudios genéticos, que no era ni familia del verdadero Napoleón, pero eso sí, Emperador de Francia.
El matrimonio Palafox-KirkpatricK, tenía dos hijas, y Don Cipriano el pobre, dolorido por el peso de la cornamenta murió pronto.
Doña María Manuela, ya libre del yugo conyugal, pues ya… ni qué decir.
Efectivamente, las casó de maravilla a las dos, puesto que las supo “mover”, sin duda, ya que hizo pasar por los salones, y hasta por los dormitorios de sus palacios, a lo mejor del Madrid de entonces.
La mayor, Francisca, casó con el Duque de Alba, y como no había otros partidos de importancia por estas latitudes, buscó en el extranjero. Nada menos que un Emperador, para la pequeña Eugenia… y en Francia.
Admiración, respeto y hasta cariño, para aquella maravillosa y desgraciada mujer, que se entregó tanto a su país de adopción, y que tan mal se lo retribuyó, sin dejar de ser, de corazón, siempre española.
Reposa en tierra inglesa. Descanse en Paz.