En ocasiones se suele formular esta frase cuando queremos definir puntualizándolo, el confuso mundo de las interacciones, o injerencias.
Hemos de pensar que, como tal expresión quiere definir en su esencia una situación que ha de ser el ideal en su sentido práctico, cuando dos entes, sean personas o instituciones, pueden coexistir contiguos y hasta unidos, respetando ambos la singularidad del otro.
Suele emplearse la frase para muy diversas particularidades, matrimonio, sociedades, equipos, agrupaciones y otras muchas circunstancias, pero es curioso que donde aparece con más realidad, es cuando la pronunciamos en las relaciones que han de regir entre la Iglesia y el Estado.
Si en algún momento de nuestra Historia esas relaciones entre estas dos Instituciones han estado mediatizadas, encauzadas y hasta dirigidas, fue en el trascurso de los años 65 al 75 del Siglo XVII, durante el periodo de la Regencia de Carlos II, la segunda esposa de Felipe IV. Mariana de Austria.
Esta Reina de origen austriaco, fue de siempre la prometida del que habría de ser heredero de la Corona, hijo del primer matrimonio de Felipe IV, el Príncipe Baltasar Carlos, ya que era de su misma edad. Pero ocurrió que el pobre muchacho murió de viruela en Zaragoza, y para mantenimiento de la dinastía se consideró que lo mejor era casarla con su padre, el propio Rey Felipe IV. El que habría de ser su suegro, y que también había enviudado se convertía así en su esposo. Endogamia en el más alto grado. Además, 45 años él y 15 ella.
Naturalmente que al fallecer Felipe IV, en su testamento la nombra Regente y Gobernadora con una Junta de Regencia, pero ella que no tiene confianza en ningún español, pone en escena a su confesor. Y aparece el jesuita austriaco Padre Juan Everardo Nithard, y como por Ley no puede participar en política, lo nombra Inquisidor General, pasando a ejercer como Primer Ministro.
Otro válido en nuestra Historia, y este además extranjero. En política interior suprimió las corridas de toros y el teatro, y en la exterior firmó de manera onerosa las paces de Lisboa y Aquisgrán. Un levantamiento militar a cargo de Don Juan José de Austria, y él a Roma de embajador.
Otro más de los actos, de la trágica ceremonia de nuestra decadencia.