No era solo una expresión, era el anuncio con el que recibían los madrileños en los periódicos del momento la llegada de aquel encanto de mujer llamada Consuelo Vello Cano, conocida como: La Fornarina.
Había realizado durante el invierno sus giras triunfales por los escenarios de toda Europa con éxitos clamorosos, y volvía como una golondrina más a su querida España, como siempre en primavera.
Discreta, sensual, elegante, reservada con aquel toque enigmático de lejanía inalcanzable, y tras él, su presencia al mismo tiempo fascinante y misteriosa.
No se hablaba de otra cosa en los cafés de Madrid:
-Me han dicho algo incomprensible, ahora es rubia.
-Dicen que se ha comprado un mantón de 20.000 Pesetas. ¿Será verdad?
-Y que tiene automóvil y mecánico… ¡Que barbaridad!
-También dice mi mujer, y se lo han contado en el mercado, que vive con él, en la calle Hortaleza, sin estar casados… ¿Será posible?
Así, así era aquel Madrid de los comienzos del siglo XX.
Y en 1915, estrena en Apolo en la calle Alcalá, junto a la Iglesia de San José, nuevos cuplés y hasta asiste para escucharla y verla Alfonso XIII. Pero aquel pájaro ya venía entonces herido. Operada en el Sanatorio del Rosario, que sigue ahora en Príncipe de Vergara, muere de infección a los 31 años.
Seguramente hoy, nadie tenga conciencia de aquella expresión que tanto conmovió al Madrid de entonces, asombrándolo emocionándolo y hasta entristeciéndolo.
Había desaparecido algo tan fascinante para Madrid, como: La Fornarina.