Usamos esta expresión cuando deseamos resaltar que el silencio es buena práctica en muchas ocasiones, incluso que se puede considerar un comportamiento prudente y hasta reflexivo. Aunque por supuesto, en momentos puntuales. Siempre no.
A su lectura, parecería que la frase pudiera ser de nuestro inmortal Cervantes, en su maravillosa novela del Ingenioso Hidalgo, pero curiosamente es muy anterior a él.
El Rey Fernando I, llamado el Magno, uno de los mandatarios más importantes del Medievo español, allá por el año 1.065, era Conde de Castilla, y además Rey consorte de León por su matrimonio con Sancha. La frase a la que nos referimos, se refiere el silencio que guardó en el acto de su distribución testamentaria, uno de sus hijos, el primogénito llamado Sancho, que parecía desfavorecido en el reparto.
Resulta que a este buen hombre, al Rey Fernando I, se le ocurrió que a su muerte, se repartieran sus Títulos entre – todos – sus hijos, en lugar de cederlos como era costumbre al mayor. Con lo que se organizó, como en todas las testamentarías, importantísimas complicaciones, aunque naturalmente estas de mayor importancia ya que eran Reinos nada menos lo que se repartían.
Tenía cinco hijos, tres varones y dos hembras, por este orden. Sancho, Alfonso, y García, y las niñas Elvira y Urraca.
El mayor Sancho, recibía Castilla que era entonces un Condado. El segundo Alfonso, León, que era un Reino. Evidentemente no había proporción. Al tercero García le dejó Galicia, y a ellas las ciudades de Zamora y Toro, con título de realeza y muchísimo dinero en efectivo.
A la lectura del Testamento, Sancho, cuyo lugarteniente era el Cid Campeador, guardó silencio. Y de ello resultó la expresión. Aunque luego, se dieron toda clase de desmanes, desafueros y hasta sangrientas guerras.
Una lástima, pero era precisamente aquel, al silencio a que se refiere la expresión, y de ella, aunque poco, pero que la sigamos pronunciando.