Escuchada esta expresión ahora, no le dice nada a nadie. Han pasado muchos años y naturalmente estas cosas se olvidan, y es natural.
Sin embargo, era muy conocida, escuchada y hasta repetida por gentes de los más diversos ambientes madrileños, en un momento determinado de nuestra historia, allá por el año 1931, en el que el Régimen Monárquico encarnado en la figura de Alfonso XIII, parecía llegar a su fin.
Había comenzado su reinado al cumplir dieciséis años en 1902 y se asistía en esos momentos simplemente a su final. Terminaba así la Monarquía en España por el triunfo de las ideas republicanas.
Fue el Conde de Romanones en nombre del Gobierno de la Monarquía, quien negoció con el Presidente del Comité Revolucionario Don Niceto Alcalá Zamora, precisamente en el domicilio de Don Gregorio Marañón, uno de sus principales valedores, con Ortega y Gasset, Manuel Machado y otros, del auténtico “Cambio de Régimen”, para garantizar la seguridad en la salida de España de toda la familia Real.
“No aceptaré jamás que por mi culpa se derrame una sola gota de sangre”
Esas habían sido las palabras del Rey. Y efectivamente la familia Real, salió de España. Primero el propio Rey en automóvil hasta Cartagena donde embarcó para Marsella. Después toda la familia.
Pero es muy curioso. Hubo una excepción.
El Comité de la República admitió que caso de desearlo, la única persona que podía permanecer en territorio nacional, era la Infanta Isabel de Borbón, hermana del padre del Rey, y por tanto su tía.
No deseó ella aprovechar el beneficio que se la ofrecía, y viajó en ambulancia hasta París donde muy pocas fechas después falleció. Pero el detalle quedaba muy claro.
Tan querida había sido por todo su pueblo aquella insigne dama.
Descanse en Paz.