Dícese cuando quiere afearse el perverso vicio del orgullo.
No hay nada nuevo bajo el sol. Aunque todo se ha dulcificado con el tiempo. Lo que ahora es cárcel, antes era patíbulo, por lo demás todo igual.
Don Rodrigo Calderón de Aranda era un noble y militar español nacido en Antuérpia, una ciudad de Bélgica, que era entonces provincia española, conocida ahora, como la ciudad de los diamantes, es decir Amberes.
Personaje muy conocido e influyente en la Corte de Felipe III, allá por el año 1618, casi tanto como otro sinvergüenza, aunque este de mayor alcurnia, el “valido del Rey”. Don Francisco de Sandoval y Rojas, Duque de Lerma, del que siempre fue su “secretario”.
Fueron tantas las corrupciones que llegó a consumar el Duque de Lerma, comprando y vendiendo casas al trasladar la Corte, y tanta su fortuna en aquellos años, que incomodaba al mismísimo Rey, y en lugar de investigarlo simplemente, lo mandó matar.
Sabiéndolo él, viajó a Roma, donde por aquellos tiempos se podían comprar los capelos cardenalicios y consiguió uno. Inmunidad absoluta.
Pero entonces, lo mismo que ahora, al pueblo hay que venderle ejemplaridad….
Pues nada… el “secretario”. Y ni que decir, que Don Rodrigo confesó haber envenenado a alguien, y naturalmente, lo condenaron por ello a la horca.
De Gurtel, de los Eres, de todas esas porquerías actuales, ¿quién permanece en la cárcel?… pues como entonces… los “secretarios”. Aunque este precisamente no fue ahorcado, por ser noble, solo le cortaron el cuello. Parece que comenzaba el asunto de los “aforamientos”
Tan arrogantemente murió, y con tanta dignidad, sabiéndose menos culpable, que aquel a quien servía, que de ello los hechos, y hasta el dicho.